Nunca leí nada que hablara de lo que sería. Ahora que lo pienso, no se habla mucho de cómo es luchar contra uno mismo en estas cosas. Casi todos asumen que la lucha más difícil de seguro siempre será la familia, esos amigos que se imaginaban otra cosa, los familiares que preguntan con malicia cuándo es que me voy a casar, si es que me caso.
Salir del clóset conmigo fue sentir una derrota. Ahora que lo pienso, lo intenté mucho: ¿y si simplemente hago lo que hacen mis amigos e invito a una pelada a salir?, pensaba. Aunque lo intenté, el último año del colegio me di por vencido. Qué cansancio pensar que tengo que perseguir la atención de alguien que no me gusta. Fue más fácil -y lo recuerdo muy bien- decirle a todo el mundo que no creía en el amor.
¿Pero quién vive sin amor? Esa era mi pregunta. Por qué no puedo amar. Qué es lo difícil. Quién me dijo que tenía que pedir permiso para sentir lo que sentía. ¿Serán tantas reglas inamovibles que aprendí? La camisa por dentro, los zapatos impecables, la disciplina que nunca pude cumplir del todo, esas cosas que llegan de la infancia y parece que se quedan. El miedo de ser más diferente de lo que ya era.
Recuerdo que hubo muchas tardes en las que hablé con mi mamá por teléfono. -Quiero ser como los otros- le decía. Quiero jugar fútbol, despreocuparme de estar bien vestido, dejar de ser el mejor amigo de las niñas y ser el goleador del equipo.
Imagino que debe ser muy raro escuchar esas cosas al otro lado del teléfono. -No tienes que ser igual para encajar- me decía la infinita sabiduría de mi mamá.
La lucha consistía en pensar que si alguna vez había escuchado Pelo suelto de Gloria Trevi a escondidas mientras bailaba, la mejor manera de existir con esa historia era ocultarla; esconder en el olvido que tuve un amigo del que me enamoré en el colegio y que por él siempre supe que el amor existe, que negarlo era huir de mí mismo.
Quizá si lograba eliminar esa parte de mí que era tanto problema la vida sería más fácil. Pero ya sabemos que la vida está hecha para todas las cosas, excepto para ceder al deseo de la facilidad.
Quisiera decir que tuve que enfrentarme a mi propio reflejo porque lo decidí con esfuerzo y determinación, pero no fue así. De hecho no pasa mucho eso. Es la vida la que entrega las oportunidades en forma de circunstancias. A mí por ejemplo fue una conversación con Valentina, caminando de un lado a otro en el bulevar de la universidad, cuando decidimos: -este semestre vamos a ceder al amor. Es una promesa. Así fue como terminamos en una historia distinta cada uno y nos cumplimos la promesa sin saber el costo.
Yo había decidido que quería hablar con mis amigos. Sentía escalofríos y una repulsión a hablar de algo que no tenía claro, que era incómodo, pero lo hice. Lo confesé con cada uno de ellos como si hubiera cometido un crimen. Al final del día yo también creía que me iba a ir al infierno, pero estaba seguro de que no iba solo.
Quise saber por muchos días si el Dios que me habían prometido me quería así, si no sería tal vez que ese pequeño detalle me cerraba las puertas de su casa, incluso llegué a considerar que mientras más bueno fuera, más fácil sería ocultar la mancha de mi identidad. Esa mentira que nos hemos dicho muchos de que tenemos que recompensar la maricada con buenas acciones para empatar el pecado. El inicio de una guerra por ser perfectos que casi siempre tiene un final triste.
Salir del clóset conmigo fue eso. La combinación entre respirar profundo para aceptar quién era y la certeza de que quería celebrarme, usar mi orgullo para algo más que ser esa referencia del amigo gay y sabiendo siempre que en mis privilegios la historia sería inevitablemente distinta.
Salir también fue el recuerdo inolvidable de esa primera discoteca a la que fui alguna vez -en Bogotá- en la que la primera impresión del lugar fue una pareja de adultos bailando merengue. ¡Merengue! Eso era imposible para mí. Dos hombres en sus cuarenta que se abrazaban y bailaban sin miedo.
Tuve que salir del clóset muchas veces conmigo para darme cuenta que nadie me iba a negar lugares en los que yo ya me hubiera aceptado. Algo así como que el único que tiene el verdadero poder de censurarme soy yo.
Puedo bailar merengue si quiero. Pintarme las uñas y explicarle a mi primo de cuatro años que hay hombres que se pintan las uñas y no son mujeres. Puedo casarme, tener dos hijos y un perro, o no. Podría incluso ser fan de los concursos de drag queens o bailar de vez en cuando reguetón y pop, combinados. Puedo, claro. Cuando salgo del clóset conmigo ya no hay límites que me obliguen a vivir una vida que no quiero vivir.
La mejor parte es que la historia no se acaba, solo sigue. Como la vida.
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