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¿Dónde se pone la rabia?

¿Dónde se pone la rabia?

Cuando estoy feliz, sonrío. Voy caminando mientras escucho música, pájaros, gente hablar de cosas. Veo a cualquier parte y encuentro belleza, detalles, casas que no había visto antes. A veces decido sentarme en cualquier parte y comprarme un postre o contarle a un amigo que me siento muy feliz, reírme con él o ella y hacerle partícipe de mi alegría. 

Cuando estoy triste, lloro. Pongo la canción de Sam Smith que no tolero desde hace unos meses y que habla de todo lo que viví y lo que sentí y la tristeza tan profunda que me atravesó. Cada vez que la tristeza me acompaña por unos días escucho más música quizá para articular mis lágrimas o para encontrar en las palabras de otros una explicación exacta de lo que también quisiera decir yo. 

Cuando tengo miedo, hablo. Abrazo a mi mamá y le digo que estoy paralizado del susto que me da el hacer alguna cosa. Cuando tengo decisiones importantes, cuando no puedo dormir en las noches o cuando, después de 25 años, me sigo levantando llorando después de soñar con las cosas horribles que se inventa mi mente y entonces de vez en cuando le cuento a ella y las palabras de «fue solo un sueño», son lo único que me alivia. 

Se me ocurren muchas cosas que hago para casi todas mis emociones. Excepto para la rabia. 

La guardo para que no parezca exagerado cuando una persona se mete en la fila delante de mí en el tranvía después de esperar mucho tiempo. La escondo cuando un amigo que llevo esperando por horas me cancela nuestra salida. La intento articular en palabras más amables cuando, en el trabajo, alguien interviene para decir algo desobligante o con mala intención. 

A veces parece que la rabia está mal vista. Sara me dice que es una emoción que tiene mala prensa. Quizá es eso. Hay gente que un día no puede más y estalla. A veces pienso que eso me podría pasar a mí (o a todos). 

Pienso dónde poner la rabia que siento cuando no sé por qué me pasan las cosas que me pasan. La que me recorre la cabeza cuando me están pasando cosas buenas y yo pienso que ojalá estuviera en otra parte, haciendo otra cosa. Cuando no alcanzo a disfrutar algo como me imaginé que podría disfrutarlo por mi propia presión de pasar bueno. 

¿Dónde se pone la rabia? Porque estoy cansado de ponerla debajo, detrás, a un lado. Quiero ponerla encima de la mesa. Dejar de imaginarme que si grito alguien me va a mirar mal. 

¿Dónde se pone la rabia? Quiero saber.

La luz en el agua

La luz en el agua

Hace cinco años estuve en el mar caribe con Valentina y Víctor. A Valentina la conocía de antes porque estudiábamos juntos y a Víctor lo conocí preguntándole si lo que ponía en su perfil de Instagram era verdad hasta que un día me enamoré de él. 

Ese año quería conocer el Chocó en un pedacito justo al frente de Antioquia en el golfo de Urabá. Me había obsesionado con ir porque un día Ana, otra amiga, me convenció sentados en un mueble en la Fiesta del Libro. Me dijo: tienes que ir, te prometo que va a ser inolvidable. 

Después de diez horas en bus y dos en lancha, llegamos a Al Vaivén, el hotel de mi amiga. Todos los días era como despertarnos en el paraíso; desde el baño de la habitación se veía el mar y desde el mar se veía la selva; soñábamos entre truenos y lluvia y al amanecer todo era nuevo y distinto. Comíamos cosas que nunca habíamos probado, Victor repitió la sopa tailandesa todas las veces que pudo y yo anhelaba que llegara el día en el que hubiera otra vez postres de amor escondido, la especialidad de la región. 

El día de la caminata al Bosque de los Gigantes volvimos muy tarde y cansados. Después de horas de conocer árboles, caminar con botas prestadas y pensar que no lograríamos llegar tan arriba, volvimos con el último poquito de energía al comedor del hotel con todos los otros integrantes de la excursión. Nico, el guía, dijo: –tengo una sorpresa para los que no estén tan cansados. 

Yo estaba cansado pero me pudo la curiosidad. Vale, con su personalidad aventurera y decidida de siempre, se fue conmigo. Victor no pudo, o no quiso (tal vez había mas sopa si se quedaba). 

Bajamos las escalas de piedra, caminamos entre la oscuridad de la orilla y llegamos al mar. Vale me dijo que no era capaz, que su mamá le había repetido muchas veces que al mar no se entra de noche, que es muy peligroso y que esa era la única cosa que no se debe hacer en un paseo de esos. 

Yo ya estaba adentro sin saber esas palabras que mantenían afuera a Vale. Luego, después de ver que todos ya estábamos ahí, fui por ella y caminamos juntos, cogidos de la mano, hasta entrar a donde estaba el grupo de los que no estaban tan cansados. 

Nico nos dijo que solo tenía una careta, pero que habría un turno para cada uno. Recuerdo que esperamos muy poco, porque solo éramos cinco o seis personas en el agua. Cuando me tocó a mí, me puse la careta muerto de susto, respiré profundo y me sumergí. -Tóquese los brazos, nade, me dijeron. 

Yo empecé a moverme despacio y al principio no pude creerlo. Me moví más rápido y ahí estaba. Me toqué la piel de los brazos y ahí también. El plancton brillaba con mi movimiento, con mi tacto en la piel, con el agua que estaba debajo mío y que yo veía casi dudando de que fuera verdad. 

El agua brillaba y yo nunca había escuchado que el agua podía brillar. Salí del agua, le entregué la careta a Vale y esperé que fuera mi turno otra vez. Jugamos colgados del ancla de un barco, nos reímos y vimos el cielo estrellado encima de nosotros. Es como si las estrellas estuvieran en el agua, pensé. Todavía recuerdo ese pensamiento con detalle como si hubiera sido ayer. 

También miré mucho tiempo el cielo, los amigos que hicimos en ese viaje y el mar iluminado por el que estaba nadando debajo de nosotros para volver a ver cómo todo brillaba por debajo. 

Sentí que se me hacía un nudo en la garganta y caí en cuenta de que estaba viviendo eso. Tuve una sensación de consciencia de la realidad: el momento en el que uno está experimentando algo, se da cuenta y desactiva el modo automático de la vida. Empecé a llorar agradeciendo que estaba vivo y que eso me estaba pasando a mí. Miraba a los lados, veía el agua, veía a Vale y a Nico, veía el cielo y me veía a mí mismo flotando en el mar. Esa sensación, la de estar vivo y darme cuenta, fue tan fuerte que hoy puedo todavía describirla aunque ya hayan pasado cinco años. 

Me sorprendió que todo eso me estuviera pasando a mí, que era tan miedoso y jamás entraría al mar por la noche, que tampoco pensé que podría alguna vez viajar con amigos y que mucho menos había pensado que podría enamorarme de alguien como para invitarle a aventurarse conmigo en una selva.

No pensé que eso me pasaría a mí que no me había dado cuenta que el mundo se iba a revelar frente a mis ojos así muchas veces más y en todas lloraría. A mí que un día por la noche me acordaría de esto y lo escribiría a toda velocidad como si el tiempo se me estuviera acabando y yo solo pudiera contar una historia más.

La luz en el agua

De Medellín a Madrid en 10 lágrimas

Antes de subirme al avión tenía miedo. Pensé muchas veces que la tristeza que tenía por dentro era más grande que cualquier otra cosa. Que esa emoción acabaría por tragárselo todo y que no podría experimentar ni un poquito de felicidad sintiéndome así. 

Leí muchos poemas, escuché muchas canciones, hablé con muchos amigos que me garantizaron, casi con absoluta certeza, que la vida tenía pinta de otra cosa. 

Empaqué, arrepentido de haber planeado un viaje al otro lado del mundo sin saber que me iba a ahogar en tristeza antes de irme. Pensé: pero a quién se le ocurre esto. ¿Por qué nadie me advirtió?

Me obsesioné con culparme por haber soñado tan grande, también me sentí pequeño, desprotegido por mí mismo. Pensaba en que, claro, eso me pasaba por imaginar que yo podía hacer todo eso por mi cuenta, sin nadie que me dijera todo lo que tenía que hacer. 

Escribo esto aquí como una forma de recordarlo, nada más. No es una lección ni deja una enseñanza, no es una oda a la belleza ni una bolsa llena de cosas tristes. Es solo un recuerdo. Quiero compartir un recuerdo con la idea de que no desaparezca en el infinito de la memoria. 

El avión duró mucho tiempo. Eso me pareció lo más inverosímil de todo el viaje. En tantas horas yo tuve espacio de soñar casi todos los sueños que me quedaban por soñar, levantarme una que otra vez, ver que todo seguía igual, cruzar un par de miradas incómodas con otros pasajeros que estaban despiertos, caminar un rato, estirarme, volver a dormir. 

Una vez puse un pie afuera del avión, la vida fue otra cosa. 

Afuera, después de caminar y coger un tren, estaba Santi esperándonos con un computador y una foto que decía: Maria Isabel y José Daniel. Y en frente de todos gritó: ¡jueputa!. Yo, en un segundo, sentí algo que no era tristeza y recordé, como otras veces, que si algo abunda en mi vida es amor.

Conjuro

Conjuro

Tengo una pregunta entre los ojos. Silenciosa, me dice que esta vez saldrá por las mejillas. Va rodando como una gota de agua y se despide, despacio, mientras una nueva recorre su mismo camino. Quisiera responderla, me digo. Pero nunca puedo. Las preguntas son así.

He intentado sufrirlas con paciencia. Incluso buscar amigos que me ayuden a responderlas. Nada funciona. Incluso, a veces, la única manera en la que puedo apagarlas, es abrazar a mí mamá sin poder explicarle por qué me siento triste.

Tengo una pregunta en la garganta. Creo que esta vez será diferente. ¿Será posible que hoy lo que estoy pensando se me transforme en una voz que por fin pueda decir algo? Podría tal vez responder, intentar, sentirla salir de adentro y no volver.

Pero nada pasa.

Las preguntas me caminan por dentro y existen sin pedir permiso. Yo he aprendido a aceptarlas -creo-. Porque todavía no he logrado sentirme agradecido por ellas como dice Jairo.

Cada pregunta es un regalo, pienso.

Y casi dejan de gustarme los regalos por esa razón.

Comprar pan

Comprar pan

Hace unos meses me pasó. Una de esas noches que parecían infinitas decidí levantarme de mi cama y caminar hasta la habitación de mi mamá. Le dije que me sentía cansado, que estaba muy desesperado y algo me hacía pensar que todo era muy estrecho a mi alrededor. Lloré como casi siempre lloro cuando nos abrazamos. Intenté explicar lo que sentía al borde mi propia desesperación. No lo logré.

Casi siempre sus palabras son suficientes. Su empujón y sus “no le pongas más cabeza” que me decía para curar mi corazón roto solían ser la calma en medio de la tormenta. Pero esta vez fue distinto.

Después de un rato ella me propuso salir a comprar pan. Yo acepté. Salimos de la casa dando explicaciones de por qué a la una de la mañana íbamos a caminar hasta la panadería veinticuatro horas a comprar panes redondos de 600. -Es porque no amanece pan, dijo ella desde la puerta. Y salimos.

Mis lágrimas que ya no dan aviso venían dándose el mismo paseo que yo por la calle. Caían sin pausa, una tras otra, mientras caminábamos con las luces blancas nuevas que cada día parecen menos raras y nos hacen pensar cómo es que antes el mundo de noche era amarillo.

Pasamos por la casa del tío Gabriel cogidos de gancho. Caminamos mientras yo intentaba explicar qué sentía: esa sensación de que se acaba la vida y no viene nada más. La certeza que parece permanente de que la felicidad era alguien que un día me amó y su amor se había convertido en puñal.

Cada conversación de los últimos meses me ha acercado más a ella ahora que lo pienso. Aún cuando a veces sus soluciones parezcan tan simples que no logro ejecutarlas, pude cada vez, durante todos estos meses, decirle que sentía que el mundo se iba a acabar.

Expresé mi miedo, las cosas que aprendí en terapia, la idea alegre de algunos días en los que pensaba en que definitivamente iba a sobrevivir. Todo eso.

El amor de mi mamá es como ir a comprar pan. Cualquier día, a cualquier hora, yo podría decirle que me gustaría un abrazo. Puedo devolverme desde mi habitación cada que camino por su lado y decirle otra vez que la quiero mucho, sentir sus brazos que me rodean y me dicen que me deje llevar por la vida y que nada en últimas está hecho para siempre.

Si existe una cura para los corazones rotos tiene que ser el amor -pienso- y aunque esa conclusión no me da tranquilidad siempre, un día cualquiera en la madrugada, caminando con mi mamá por una cuadra del barrio, me lo comprueba.

Salir a comprar pan, hablar, llorar, sentir que el mundo me promete la vida si yo le prometo mi mirada. Nada más eso, la decisión de estar vivo y sus consecuencias (las buenas).

¿Dónde se pone la rabia?

Perder y otras victorias

Hay luchas que están perdidas incluso antes de que comiencen. Eso aprendí hoy. Mientras miro a Juan a los ojos, lo confirmo: esto que hay aquí no necesita una contienda, de alguna forma saldremos cogidos de la mano sabiendo que los dos perdimos un poco. Reconociendo que la vida era otra cosa. Que esta vez lo hicimos mal, que no tenemos idea cómo pasó todo.

Perder, ahora que lo pienso, es uno de esos temas de la vida difíciles de entender porque afuera nos dicen todo el tiempo que hay que ganar: a toda costa y por encima de los otros; sin reconocer a los distintos, aplastando a los que no tienen ventaja. Vivimos en una cultura que nos ha enseñado que vale más la pena ganar cualquier cosa que incluso vivir o disfrutar lo que se gana.

Quisiera pensar hoy que perdí. Y que perder es mi otra victoria. Una distinta. Sin pesos ni promesas, solo una victoria de saber que al final del día uno vuelve a intentar.

Porque así es la vida. Intentar.

Intentar con cariño y con la ilusión de que no sea la última vez, ni la primera, sino la que tenemos la oportunidad de vivir en este momento. Intentar con valentía, con esa idea profunda de enfrentarnos a los propios límites, a perdonar, como decía ese video de filosofía, lo imperdonable.

Quiero dejar aquí escrito que perdí. Dejar el recuerdo de que un día con 22 años, entendí que no podía entrar a todas las conversaciones imaginándome ganar algo, porque siempre es mejor dejar que el tiempo pase para preguntar si ya es la hora del abrazo.