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De Medellín a Madrid en 10 lágrimas

De Medellín a Madrid en 10 lágrimas

Antes de subirme al avión tenía miedo. Pensé muchas veces que la tristeza que tenía por dentro era más grande que cualquier otra cosa. Que esa emoción acabaría por tragárselo todo y que no podría experimentar ni un poquito de felicidad sintiéndome así. 

Leí muchos poemas, escuché muchas canciones, hablé con muchos amigos que me garantizaron, casi con absoluta certeza, que la vida tenía pinta de otra cosa. 

Empaqué, arrepentido de haber planeado un viaje al otro lado del mundo sin saber que me iba a ahogar en tristeza antes de irme. Pensé: pero a quién se le ocurre esto. ¿Por qué nadie me advirtió?

Me obsesioné con culparme por haber soñado tan grande, también me sentí pequeño, desprotegido por mí mismo. Pensaba en que, claro, eso me pasaba por imaginar que yo podía hacer todo eso por mi cuenta, sin nadie que me dijera todo lo que tenía que hacer. 

Escribo esto aquí como una forma de recordarlo, nada más. No es una lección ni deja una enseñanza, no es una oda a la belleza ni una bolsa llena de cosas tristes. Es solo un recuerdo. Quiero compartir un recuerdo con la idea de que no desaparezca en el infinito de la memoria. 

El avión duró mucho tiempo. Eso me pareció lo más inverosímil de todo el viaje. En tantas horas yo tuve espacio de soñar casi todos los sueños que me quedaban por soñar, levantarme una que otra vez, ver que todo seguía igual, cruzar un par de miradas incómodas con otros pasajeros que estaban despiertos, caminar un rato, estirarme, volver a dormir. 

Una vez puse un pie afuera del avión, la vida fue otra cosa. 

Afuera, después de caminar y coger un tren, estaba Santi esperándonos con un computador y una foto que decía: Maria Isabel y José Daniel. Y en frente de todos gritó: ¡jueputa!. Yo, en un segundo, sentí algo que no era tristeza y recordé, como otras veces, que si algo abunda en mi vida es amor.

Amor y luz

Amor y luz

Recuerdo el día que conocí a Dan Flavin. Vi en internet que habría un recorrido guiado por el curador del museo y una representante de la fundación que administraba las obras del artista. Me pareció curioso: jugar con la luz para hacerla un concepto tan fuerte como el amor, los amigos, la ruptura. Por eso fui.

De Dan Flavin, ese día, aprendí que sería un artista difícil de conocer. A simple vista el Museo de Arte Moderno en ese momento era solo un espacio gigante lleno de tubos de luz fluorescente. A veces eso parece el arte contemporáneo, pero siempre hay algo más allá.

A medida que el recorrido avanzaba, la historia era diferente. Flavin había creado un propósito tan fuerte que sus objetos eran solo una declaración material de lo que llevaban en sus adentros: el concepto. Nada, incluso que en algún momento desaparezcan para siempre los tubos de luz fluorescente, era más importante que la intención que el artista había puesto en cada instalación: materializar su voz a través de la luz.

Después de escuchar un rato al curador y su propuesta museográfica, entendí fascinado la última obra del artista en la que terminaba el recorrido: una recopilación de “situaciones” que se representaban en cuadros con cuatro tubos de luz: dos hacia adelante y dos hacia atrás. El efecto, nos contaban, es que la luz representaba las parejas a las que el artista dedicaba la obra y que juntas, hacían desaparecer el borde sobre el cual recostaban la obra. Al pararse en frente y ver el cuadrado de luz sobre una esquina, el centro de la pared desaparecía por el efecto de la luz.

Esto es el arte. Entendí. Lo que me permite hoy, muchos años después, saber a qué se refería Flavin cuando creía que las parejas desdibujaban las cornisas de los muros. Saber que la luz también pinta y en últimas, asombrarme de que toda esa historia ocurriera en Medellín, en un Museo de Arte Moderno.

Conjuro

Conjuro

Tengo una pregunta entre los ojos. Silenciosa, me dice que esta vez saldrá por las mejillas. Va rodando como una gota de agua y se despide, despacio, mientras una nueva recorre su mismo camino. Quisiera responderla, me digo. Pero nunca puedo. Las preguntas son así.

He intentado sufrirlas con paciencia. Incluso buscar amigos que me ayuden a responderlas. Nada funciona. Incluso, a veces, la única manera en la que puedo apagarlas, es abrazar a mí mamá sin poder explicarle por qué me siento triste.

Tengo una pregunta en la garganta. Creo que esta vez será diferente. ¿Será posible que hoy lo que estoy pensando se me transforme en una voz que por fin pueda decir algo? Podría tal vez responder, intentar, sentirla salir de adentro y no volver.

Pero nada pasa.

Las preguntas me caminan por dentro y existen sin pedir permiso. Yo he aprendido a aceptarlas -creo-. Porque todavía no he logrado sentirme agradecido por ellas como dice Jairo.

Cada pregunta es un regalo, pienso.

Y casi dejan de gustarme los regalos por esa razón.

Comprar pan

Comprar pan

Hace unos meses me pasó. Una de esas noches que parecían infinitas decidí levantarme de mi cama y caminar hasta la habitación de mi mamá. Le dije que me sentía cansado, que estaba muy desesperado y algo me hacía pensar que todo era muy estrecho a mi alrededor. Lloré como casi siempre lloro cuando nos abrazamos. Intenté explicar lo que sentía al borde mi propia desesperación. No lo logré.

Casi siempre sus palabras son suficientes. Su empujón y sus “no le pongas más cabeza” que me decía para curar mi corazón roto solían ser la calma en medio de la tormenta. Pero esta vez fue distinto.

Después de un rato ella me propuso salir a comprar pan. Yo acepté. Salimos de la casa dando explicaciones de por qué a la una de la mañana íbamos a caminar hasta la panadería veinticuatro horas a comprar panes redondos de 600. -Es porque no amanece pan, dijo ella desde la puerta. Y salimos.

Mis lágrimas que ya no dan aviso venían dándose el mismo paseo que yo por la calle. Caían sin pausa, una tras otra, mientras caminábamos con las luces blancas nuevas que cada día parecen menos raras y nos hacen pensar cómo es que antes el mundo de noche era amarillo.

Pasamos por la casa del tío Gabriel cogidos de gancho. Caminamos mientras yo intentaba explicar qué sentía: esa sensación de que se acaba la vida y no viene nada más. La certeza que parece permanente de que la felicidad era alguien que un día me amó y su amor se había convertido en puñal.

Cada conversación de los últimos meses me ha acercado más a ella ahora que lo pienso. Aún cuando a veces sus soluciones parezcan tan simples que no logro ejecutarlas, pude cada vez, durante todos estos meses, decirle que sentía que el mundo se iba a acabar.

Expresé mi miedo, las cosas que aprendí en terapia, la idea alegre de algunos días en los que pensaba en que definitivamente iba a sobrevivir. Todo eso.

El amor de mi mamá es como ir a comprar pan. Cualquier día, a cualquier hora, yo podría decirle que me gustaría un abrazo. Puedo devolverme desde mi habitación cada que camino por su lado y decirle otra vez que la quiero mucho, sentir sus brazos que me rodean y me dicen que me deje llevar por la vida y que nada en últimas está hecho para siempre.

Si existe una cura para los corazones rotos tiene que ser el amor -pienso- y aunque esa conclusión no me da tranquilidad siempre, un día cualquiera en la madrugada, caminando con mi mamá por una cuadra del barrio, me lo comprueba.

Salir a comprar pan, hablar, llorar, sentir que el mundo me promete la vida si yo le prometo mi mirada. Nada más eso, la decisión de estar vivo y sus consecuencias (las buenas).

Perder y otras victorias

Perder y otras victorias

Hay luchas que están perdidas incluso antes de que comiencen. Eso aprendí hoy. Mientras miro a Juan a los ojos, lo confirmo: esto que hay aquí no necesita una contienda, de alguna forma saldremos cogidos de la mano sabiendo que los dos perdimos un poco. Reconociendo que la vida era otra cosa. Que esta vez lo hicimos mal, que no tenemos idea cómo pasó todo.

Perder, ahora que lo pienso, es uno de esos temas de la vida difíciles de entender porque afuera nos dicen todo el tiempo que hay que ganar: a toda costa y por encima de los otros; sin reconocer a los distintos, aplastando a los que no tienen ventaja. Vivimos en una cultura que nos ha enseñado que vale más la pena ganar cualquier cosa que incluso vivir o disfrutar lo que se gana.

Quisiera pensar hoy que perdí. Y que perder es mi otra victoria. Una distinta. Sin pesos ni promesas, solo una victoria de saber que al final del día uno vuelve a intentar.

Porque así es la vida. Intentar.

Intentar con cariño y con la ilusión de que no sea la última vez, ni la primera, sino la que tenemos la oportunidad de vivir en este momento. Intentar con valentía, con esa idea profunda de enfrentarnos a los propios límites, a perdonar, como decía ese video de filosofía, lo imperdonable.

Quiero dejar aquí escrito que perdí. Dejar el recuerdo de que un día con 22 años, entendí que no podía entrar a todas las conversaciones imaginándome ganar algo, porque siempre es mejor dejar que el tiempo pase para preguntar si ya es la hora del abrazo.