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Comprar pan

Comprar pan

Hace unos meses me pasó. Una de esas noches que parecían infinitas decidí levantarme de mi cama y caminar hasta la habitación de mi mamá. Le dije que me sentía cansado, que estaba muy desesperado y algo me hacía pensar que todo era muy estrecho a mi alrededor. Lloré como casi siempre lloro cuando nos abrazamos. Intenté explicar lo que sentía al borde mi propia desesperación. No lo logré.

Casi siempre sus palabras son suficientes. Su empujón y sus “no le pongas más cabeza” que me decía para curar mi corazón roto solían ser la calma en medio de la tormenta. Pero esta vez fue distinto.

Después de un rato ella me propuso salir a comprar pan. Yo acepté. Salimos de la casa dando explicaciones de por qué a la una de la mañana íbamos a caminar hasta la panadería veinticuatro horas a comprar panes redondos de 600. -Es porque no amanece pan, dijo ella desde la puerta. Y salimos.

Mis lágrimas que ya no dan aviso venían dándose el mismo paseo que yo por la calle. Caían sin pausa, una tras otra, mientras caminábamos con las luces blancas nuevas que cada día parecen menos raras y nos hacen pensar cómo es que antes el mundo de noche era amarillo.

Pasamos por la casa del tío Gabriel cogidos de gancho. Caminamos mientras yo intentaba explicar qué sentía: esa sensación de que se acaba la vida y no viene nada más. La certeza que parece permanente de que la felicidad era alguien que un día me amó y su amor se había convertido en puñal.

Cada conversación de los últimos meses me ha acercado más a ella ahora que lo pienso. Aún cuando a veces sus soluciones parezcan tan simples que no logro ejecutarlas, pude cada vez, durante todos estos meses, decirle que sentía que el mundo se iba a acabar.

Expresé mi miedo, las cosas que aprendí en terapia, la idea alegre de algunos días en los que pensaba en que definitivamente iba a sobrevivir. Todo eso.

El amor de mi mamá es como ir a comprar pan. Cualquier día, a cualquier hora, yo podría decirle que me gustaría un abrazo. Puedo devolverme desde mi habitación cada que camino por su lado y decirle otra vez que la quiero mucho, sentir sus brazos que me rodean y me dicen que me deje llevar por la vida y que nada en últimas está hecho para siempre.

Si existe una cura para los corazones rotos tiene que ser el amor -pienso- y aunque esa conclusión no me da tranquilidad siempre, un día cualquiera en la madrugada, caminando con mi mamá por una cuadra del barrio, me lo comprueba.

Salir a comprar pan, hablar, llorar, sentir que el mundo me promete la vida si yo le prometo mi mirada. Nada más eso, la decisión de estar vivo y sus consecuencias (las buenas).

Perder y otras victorias

Perder y otras victorias

Hay luchas que están perdidas incluso antes de que comiencen. Eso aprendí hoy. Mientras miro a Juan a los ojos, lo confirmo: esto que hay aquí no necesita una contienda, de alguna forma saldremos cogidos de la mano sabiendo que los dos perdimos un poco. Reconociendo que la vida era otra cosa. Que esta vez lo hicimos mal, que no tenemos idea cómo pasó todo.

Perder, ahora que lo pienso, es uno de esos temas de la vida difíciles de entender porque afuera nos dicen todo el tiempo que hay que ganar: a toda costa y por encima de los otros; sin reconocer a los distintos, aplastando a los que no tienen ventaja. Vivimos en una cultura que nos ha enseñado que vale más la pena ganar cualquier cosa que incluso vivir o disfrutar lo que se gana.

Quisiera pensar hoy que perdí. Y que perder es mi otra victoria. Una distinta. Sin pesos ni promesas, solo una victoria de saber que al final del día uno vuelve a intentar.

Porque así es la vida. Intentar.

Intentar con cariño y con la ilusión de que no sea la última vez, ni la primera, sino la que tenemos la oportunidad de vivir en este momento. Intentar con valentía, con esa idea profunda de enfrentarnos a los propios límites, a perdonar, como decía ese video de filosofía, lo imperdonable.

Quiero dejar aquí escrito que perdí. Dejar el recuerdo de que un día con 22 años, entendí que no podía entrar a todas las conversaciones imaginándome ganar algo, porque siempre es mejor dejar que el tiempo pase para preguntar si ya es la hora del abrazo.

Miércoles 24 de agosto, por fin.

Estos días he estado pensando. Es curioso que tenga que decir eso, porque si fuera preciso, creo que no existen días en los que no piense.

A veces lo hago en automático: pienso cómo estará el taco en el camino a la Universidad, si por fin llegaré antes de que llamen a lista o si de pronto abrirán una cafetería cerca del bloque que si sea buena.

Otras me pierdo en la profundidad de la imaginación. Se me ocurre cómo sería estar comiendo helado en Italia, tirando monedas en una fuente de la fortuna o caminando por calles sucias en Nueva York.

Pensar es un oficio en el que disfruto la soledad -y aunque por obligación- alcanzo a hacer las pases con la mayoría de cosas que pienso.

Desde hace un mes, creo, he querido escribir sobre lo que he estado pensando; empezaba en mi cabeza y me devolvía intentando saber qué era lo que quería decir. Hasta que hoy lo decidí.

Por favor rompa el cristal

No sé quién nos dice qué es la verdad. No recuerdo haber aprendido cómo se configura, de qué manera se comunica ni qué es más allá de algunas clases de periodismo que ocurren en los primeros meses de la carrera, cuando a uno le dicen que este oficio tiene que tener una vocación por la verdad sobre todas las cosas.

La verdad, esa cosa, parece que fuera una criatura extraña que nadie ha visto. Porque es apenas normal decir una mentira para evitar una incomodidad, ocultar un detalle que podría cambiar el rumbo de una conversación o incluso fingir que hay cosas que no pasan con el objetivo de ser más feliz.

Pero nada me parece más triste, porque ya no sé si la verdad completa es innecesaria y dolorosa, casi como una desventaja. A veces creo que sí.

Nos pasamos diciendo mentiras que alarguen el tiempo que tenemos en lugares que disfrutamos más que esos en los que deberíamos estar; convertimos a los amigos en escudos de situaciones ficticias que maquillen el paso del tiempo; a veces incluso hay quienes mienten con sus capacidades para demostrarse que si pueden hacer lo que desconocen.

Yo, por mi parte, quisiera pensar que no todas las mentiras son malas ni todas las verdades son buenas.

Alguien podría decirme que eso es tibieza. Y sí lo es.

Se me ocurre, de pronto, que hay verdades que deberían ser regla: no quiero mentir cuando digo te amo, ni tampoco cuando quisiera dejar de forzar una conversación con alguien que no disfruto conversar.

Ya no quiero un mundo donde se vale que todo sea mentira. Que haya sonrisas que ocultan lágrimas o abrazos que se sienten cálidos pero son fríos.

Renuncio a creer que me da paz mirar a los ojos a alguien que me mira de vuelta y mentirle.

Voy creciendo. Creo que por eso me voy cansando también. Ese es el mejor regalo del tiempo: despojarse de cosas que no sirven para nada, aferrarse a las que sí. Ilusionarse con la diferencia.

Todo el mundo necesita un beso

Todo el mundo necesita un beso

Hoy es 24 de diciembre. Son quizá las doce de la noche. Estoy en la casa de mis tíos que alguna vez fue la casa de los abuelos. Pienso, por un momento pequeñito, cómo es posible que haya llorado todos los días durante los últimos dos o tres meses. Dónde cabe tanta tristeza, incluso cómo le hice para llorar y seguir con la vida.

Después de ayudarle a Luciana a montar con afán sus patines, camino hasta el balcón de la casa. Es desesperante, cada tres casas hay un bafle más grande que retumba con una música distinta. Admito que lo disfruto también, solo por ser navidad, por ser 24, porque otros estén felices como se supone que estoy yo.

Mirando hacia afuera me detengo en los vecinos del tercer piso en frente de mi casa. Adentro, a puerta cerrada, se ve detrás de los vidrios a una pareja bailar abrazada. Dan las vueltas suaves de quienes bailan con los ojos cerrados. Desde aquí casi se les ve una sonrisa de esas que suceden cuando el cuerpo encaja perfecto con el otro y cada paso parece planeado. La música ya no es como la que estaba sonando, esta es una canción distinta. Nunca la había escuchado.

El tiempo siempre se detiene cuando uno está bailando así. Cuando la canción es perfecta, cuando afuera desaparece el mundo y solo existe el ritmo de un cuerpo que se mueve con el compás de la canción.

Veo a los vecinos felices en la sala de su casa mientras yo siento el vacío creciéndome por dentro. Se me aguaron los ojos. Tengo ganas de llorar. Alcanzo a sacar mi celular, oprimo un botón y digo: -¿qué estoy escuchando? Tomo un pantallazo y me voy al solar donde está el resto de la familia.

Luego de un rato intento buscar la canción pero la aplicación en mi celular se había equivocado y aparece cualquier otra que estaba sonando en otra casa. No era la canción de mis vecinos bailando y sabía que ya nunca la encontraría porque no tenía idea ni siquiera del ritmo.

Parecía nueva, pensé.

Se acabó el 24 y vinieron otros días. Pasó el 25, el 26. Así hasta el primero y el dos. Ya cuando lo había olvidado, abro mi celular y decido por fin empezar la vida el tres de enero como si apenas fuera primero.

En mi celular hay un video, dura seis segundos. Soy yo queriendo inmortalizar el recuerdo de los vecinos. Encuentro la canción. Es como si la vida volviera a empezar.

Malgastar el tiempo o 37 minutos en carro

Malgastar el tiempo o 37 minutos en carro

El otro día en Tiktok alguien me comentó en una de las historias que había perdido un minuto de su tiempo. Me pareció charro, claro. Tomarse muy en serio los comentarios de Tiktok es creer demasiado en el algoritmo. Es darse por vencido a no entender el humor de nuestra generación. Es ceder, pienso, a algo que está hecho para otra cosa.

Sin embargo, sabiendo que era gracioso que alguien perdiera un rato de su vida para poder comentarlo después, sí me quedé pensando en el tiempo, en lo importante de malgastarlo.

Nada -creo- es tan importante como saber malgastar el tiempo. Nos pasamos la vida haciéndolo. Es una ecuación de matemática fácil, porque es improbable dedicarle demasiada vida a cosas que sean tan productivas y porque si lo hiciéramos, en el mejor de los casos, estaríamos fritos a los veinte sin una sola neurona que sobreviva a tanto voltaje.

Pensé en la importancia de derrocharlo. De usarlo, entregárselo a otros. Se me ocurrió que el amor y el desamor se encuentran en él también. Me acordé incluso de la canción de Cuarteto de Nos que explica cómo me siento ahora y por qué no me gusta pensar que los días me van a sanar una herida que me sangra sin yo pedírselo y me recuerda un dolor pasado que el presente me ha estado intentando borrar.

Pensé en la bendición de malgastarlo porque hacerlo es el origen de muchas cosas. Pensé también en las cosas específicas en las que yo malgasto mis minutos, horas y días que se van despidiendo sin que yo sienta un centímetro de culpabilidad.

Me he gastado mucho más de 37 minutos viendo videos de America’s Got Talent en los que oprimen un botón dorado que ni siquiera tengo muy claro de para qué funciona. Me he tomado más de 37 minutos viendo propuestas de matrimonio gay de gente que parece que sí va a durar hasta viejitos. Incluso le he dedicado muchos minutos a saber por qué en un reality argentino la gente está obsesionada con que dos hombres se besen.

He perdido a veces 37 minutos en la dirección contraria del metro y me he devuelto esa cantidad de minutos sobre los rieles del tranvía. También he malgastado mi tiempo escuchando gente que explica cosas sin yo querer escuchar sus palabras.

Esa es la magia del tiempo, de perderlo. Incluso sin pedirlo uno termina por saber que esa es la vida. La bendición de lo desagradable al saber que hay cosas que tocan así nadie las quiera.

Esa cosa que nos hace estar despiertos a las tres de la mañana preguntando por el día en que la infancia cambió o haciendo una pregunta más sobre ese libro que al otro le pareció tan inolvidable es el tiempo. Malgastarlo. No bien ni mal, pero malgastarlo. Aún cuando uno tiene que madrugar a las siete de la mañana, sabe que solo había una madrugada disponible para enamorarse de alguien que al final posiblemente dirá que tiene tanto para resolver de sí mismo que es mejor no comprometerse con nada que pueda hacerle llorar de vulnerabilidad por una vez en la vida.

Siento, casi como si fuera una revelación, que hay que defender la idea de que el tiempo está hecho para malgastarlo. En un mundo repleto de cosas para usarlo mejor o de manera más “útil”, invertirlo en manejar durante 37 minutos para encontrarse con una conversación que valga la pena es un tesoro, casi un conjuro de que al final solo puede salir bien.

Claro. 37 minutos no al azar, sino bien pensados. Esa es la cantidad de minutos que te demoras en atravesar el taco de las seis y media de la tarde. Lo que dura un podcast de alguien que cree que sabe algo. Lo que escoges evitar para no ayudarle al destino a sorprenderte.

Malgastar el tiempo o 37 minutos en carro. Lo mismo.