Recuerdo el día que conocí a Dan Flavin. Vi en internet que habría un recorrido guiado por el curador del museo y una representante de la fundación que administraba las obras del artista. Me pareció curioso: jugar con la luz para hacerla un concepto tan fuerte como el amor, los amigos, la ruptura. Por eso fui.
De Dan Flavin, ese día, aprendí que sería un artista difícil de conocer. A simple vista el Museo de Arte Moderno en ese momento era solo un espacio gigante lleno de tubos de luz fluorescente. A veces eso parece el arte contemporáneo, pero siempre hay algo más allá.
A medida que el recorrido avanzaba, la historia era diferente. Flavin había creado un propósito tan fuerte que sus objetos eran solo una declaración material de lo que llevaban en sus adentros: el concepto. Nada, incluso que en algún momento desaparezcan para siempre los tubos de luz fluorescente, era más importante que la intención que el artista había puesto en cada instalación: materializar su voz a través de la luz.
Después de escuchar un rato al curador y su propuesta museográfica, entendí fascinado la última obra del artista en la que terminaba el recorrido: una recopilación de “situaciones” que se representaban en cuadros con cuatro tubos de luz: dos hacia adelante y dos hacia atrás. El efecto, nos contaban, es que la luz representaba las parejas a las que el artista dedicaba la obra y que juntas, hacían desaparecer el borde sobre el cual recostaban la obra. Al pararse en frente y ver el cuadrado de luz sobre una esquina, el centro de la pared desaparecía por el efecto de la luz.
Esto es el arte. Entendí. Lo que me permite hoy, muchos años después, saber a qué se refería Flavin cuando creía que las parejas desdibujaban las cornisas de los muros. Saber que la luz también pinta y en últimas, asombrarme de que toda esa historia ocurriera en Medellín, en un Museo de Arte Moderno.
0 comentarios