El otro día en Tiktok alguien me comentó en una de las historias que había perdido un minuto de su tiempo. Me pareció charro, claro. Tomarse muy en serio los comentarios de Tiktok es creer demasiado en el algoritmo. Es darse por vencido a no entender el humor de nuestra generación. Es ceder, pienso, a algo que está hecho para otra cosa.
Sin embargo, sabiendo que era gracioso que alguien perdiera un rato de su vida para poder comentarlo después, sí me quedé pensando en el tiempo, en lo importante de malgastarlo.
Nada -creo- es tan importante como saber malgastar el tiempo. Nos pasamos la vida haciéndolo. Es una ecuación de matemática fácil, porque es improbable dedicarle demasiada vida a cosas que sean tan productivas y porque si lo hiciéramos, en el mejor de los casos, estaríamos fritos a los veinte sin una sola neurona que sobreviva a tanto voltaje.
Pensé en la importancia de derrocharlo. De usarlo, entregárselo a otros. Se me ocurrió que el amor y el desamor se encuentran en él también. Me acordé incluso de la canción de Cuarteto de Nos que explica cómo me siento ahora y por qué no me gusta pensar que los días me van a sanar una herida que me sangra sin yo pedírselo y me recuerda un dolor pasado que el presente me ha estado intentando borrar.
Pensé en la bendición de malgastarlo porque hacerlo es el origen de muchas cosas. Pensé también en las cosas específicas en las que yo malgasto mis minutos, horas y días que se van despidiendo sin que yo sienta un centímetro de culpabilidad.
Me he gastado mucho más de 37 minutos viendo videos de America’s Got Talent en los que oprimen un botón dorado que ni siquiera tengo muy claro de para qué funciona. Me he tomado más de 37 minutos viendo propuestas de matrimonio gay de gente que parece que sí va a durar hasta viejitos. Incluso le he dedicado muchos minutos a saber por qué en un reality argentino la gente está obsesionada con que dos hombres se besen.
He perdido a veces 37 minutos en la dirección contraria del metro y me he devuelto esa cantidad de minutos sobre los rieles del tranvía. También he malgastado mi tiempo escuchando gente que explica cosas sin yo querer escuchar sus palabras.
Esa es la magia del tiempo, de perderlo. Incluso sin pedirlo uno termina por saber que esa es la vida. La bendición de lo desagradable al saber que hay cosas que tocan así nadie las quiera.
Esa cosa que nos hace estar despiertos a las tres de la mañana preguntando por el día en que la infancia cambió o haciendo una pregunta más sobre ese libro que al otro le pareció tan inolvidable es el tiempo. Malgastarlo. No bien ni mal, pero malgastarlo. Aún cuando uno tiene que madrugar a las siete de la mañana, sabe que solo había una madrugada disponible para enamorarse de alguien que al final posiblemente dirá que tiene tanto para resolver de sí mismo que es mejor no comprometerse con nada que pueda hacerle llorar de vulnerabilidad por una vez en la vida.
Siento, casi como si fuera una revelación, que hay que defender la idea de que el tiempo está hecho para malgastarlo. En un mundo repleto de cosas para usarlo mejor o de manera más “útil”, invertirlo en manejar durante 37 minutos para encontrarse con una conversación que valga la pena es un tesoro, casi un conjuro de que al final solo puede salir bien.
Claro. 37 minutos no al azar, sino bien pensados. Esa es la cantidad de minutos que te demoras en atravesar el taco de las seis y media de la tarde. Lo que dura un podcast de alguien que cree que sabe algo. Lo que escoges evitar para no ayudarle al destino a sorprenderte.
Malgastar el tiempo o 37 minutos en carro. Lo mismo.
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